lunes, 15 de noviembre de 2010

Sabores y olores precolombinos

Sabores y olores precolombinos
INVESTIGACIÓN. Alimentos precolombinos:
Domingo 4 de Mayo de 2003

Las costumbres alimentarias europeas sufrieron un cambio drástico con el descubrimiento de América, pero la asimilación de sus productos y su aceptación cultural tomó siglos en algunos casos.
OLAYA SANFUENTES.

 Doctora C. Historia. Proyecto Fondecyt.

El año 1492 inaugura un cambio fundamental para la cultura Occidental. La confusión inicial de Colón respecto a la identidad de estas nuevas tierras es clave para entender los nombres con que el almirante iba bautizando a toda la geografía, la flora, fauna y humanidad de estos territorios. En este escenario, pimientos y calabazas americanas, junto con el maíz, fueron relacionados con los turcos o sarracenos y las tunas se identificaron con las opuntiae descritas por Plinio. De las patatas se creía que eran de la familia de la batata dulce y la canela encontró su sucedáneo en una flor que derivó en llamarse "flor de la Canela".

A pesar del ejercicio de encontrar similitudes entre lo nuevo y lo ya conocido, bastante comprensible si pensamos en la estupefacción del europeo al encontrar una naturaleza tan diferente a la suya, la novedad no tardó en hacerse patente. Y entre los elementos más novedosos, están todos aquellos productos que constituían la base de la alimentación y gastronomía americanas.

Muchos de estos productos causaron verdadera repugnancia o rechazo en un comienzo, pero, lentamente, comenzaron a introducirse en la vida cotidiana occidental, ayudando a combatir el fantasma milenario europeo del hambre y, finalmente, pasar a ser parte fundamental de las comidas nacionales y mundiales.

Atole y tamales

El maíz, el "cereal de esta gente", como lo describe Girolamo Benzoni en su crónica del siglo XVI, era utilizado tanto en la zona mesoamericana como en la andina, aunque fue en la primera donde su uso generalizado e importancia ritual cobró gran relevancia.

Un típico plato azteca a base de maíz era el atole, que se preparaba remojando el maíz en agua de cal asentada. Cuando los granos se ponían amarillos, se les daba un corto hervor y se dejaban enfriar. Luego se quitaban los hollejos y el maíz se lavaba hasta que quedaba blanco y listo para molerse y colarse. Cuando espesaba, se sazonaba con ají o miel y estaba entonces listo para ser tomado frío o caliente en el desayuno. Con el maíz se hacían, asimismo, tortillas y tamales. Estos últimos eran unas especies de empanadas de harina de maíz, gruesas y cocidas entre hojas rellenas de frijoles, chile y otras veces de carne de pavo o de perro. Los incas tenían un plato parecido al tamal, pero se llama arepa y era dulce.

El nombre que se le daría al maíz en las lenguas vernáculas europeas del siglo XVI refleja la confusión inicial respecto a la identidad de las tierras americanas. En catalán, por ejemplo, el maíz recibió el nombre de blat de moro, "trigo del moro", lo cual muestra la identificación inicial de este producto con el Oriente. En un afán de acercar lo desconocido y nuevo a lo propio y cotidiano, los cronistas lo describen comparándolo con los cereales y granos tradicionales europeos. El cronista Fernández de Oviedo cuenta que su mazorca está llena de granos casi tan gruesos como los garbanzos.

Una vez en Europa, el maíz se introdujo desde un comienzo en las capas más bajas de las sociedades europeas y se consolidó como alimento para aves y cerdos. Incluso en fechas tan tardías como 1847 en que los irlandeses morían de hambre, se negaron a comerlo, llamándole el "azufre de Peel", pues era amarillo como el azufre y Peel era el Primer Ministro de Inglaterra. Quizás el país donde tuvo una mejor aceptación fue en Italia, donde terminó convertido en polenta, un puré de maíz cocido que luego se enfría para ser finalmente cocinado o frito. De hecho, el maíz ha sido siempre despreciado hasta que finalmente fue aceptado cuando la influencia americana dictaminó la ingesta de cereales al desayuno. Y no podemos dejar de mencionar las tan preciadas palomitas de maíz, popcorn, como le llaman algunos. Esta preparación del maíz se extiende aún por una vasta región andina y es una herencia precolombina. Las flores de maíz requieren un largo proceso: el choclo se seca al sol y luego se desgrana lentamente. En el pasado fue un alimento común y bien apetecido, según atestiguan las excavaciones arqueológicas. En algunas sepulturas del norte de Chile, el estudioso Ricardo Latcham encontró ollitas de cerámica llenas hasta la mitad de maíz tostado, de pululu, como lo llamaban los atacameños.

El cacao, "una cierta manera de pepita como la almendra nuestra", según una crónica antigua, también asombró a los europeos, pero con el tiempo tuvo una absoluta y completa aceptación. Los indígenas lo recogían de un árbol, para luego secarlo y triturarlo. Cuando habían hecho una especie de harina de él, lo mezclaban con agua, vainilla y ají para beberlo. En algunas ocasiones este plato llevaba también maíz molido. Cuenta la leyenda que Quetzalcóatl, dios y protector de los aztecas, al ver la falta de alimentos de los hombres, viajó al país del hijo del Sol y se robó una planta que más tarde ofreció a su pueblo: el cacaotal o cacaotero.

Cacao afrodisíaco

En el México azteca, que es donde por primera vez lo vieron los españoles, el cacao era la bebida favorita de los reyes. Alimento caro y codiciado, se utilizaba como moneda de tributo o intercambio, por lo que difícilmente era banquete de todos. El afortunado que lo bebía, creía que se fortalecía su cuerpo de manera que podía luchar incluso contra víboras y tener energías para cuanta mujer se le antojase. Esta cualidad afrodisíaca fue la que encantó y, al mismo tiempo, complicó a muchos europeos. Hasta oídos de la Inquisición llegó el rumor de esta sustancia que llevaba al pecado de la carne. Pero los encantos del brebaje pudieron más y hacia mediados del siglo XVII se recomendaba a las mujeres estériles y era alimento de las cortes regias. Cuenta la leyenda que María Teresa de Austria, esposa del rey Sol, había perdido la blancura de los dientes por su afición al chocolate.

La piña aparece en las crónicas desde los primeros años del descubrimiento del Nuevo Mundo. Su sabor y aroma son tan especiales, que faltan las palabras para poder describirla. Del grosor de un melón y blanda como éste, de sabor de durazno y carnosa como el melocotón, son algunas de las tentativas del asombrado europeo por describirla. Dicen que el mismo rey Fernando de Aragón fue obsequiado con una piña y alabó su sabor. Carlos V, sin embargo, no quiso probar las piñas que le mandara Hernán Cortés.

Muy ligado a las prácticas culinarias estaba el tabaco, producto que impresionó mucho a los europeos
del siglo XVI. Los españoles, al ver que los que fumaban tabaco votaban humo por la boca, pensaban que el mismo demonio se había apoderado de los aborígenes, prueba irrefutable de la inferioridad que el español le achacaba al indio. Girolamo Benzoni se refería al tabaco como aquella hierba de humo diabólico y apestoso. Pedro Mártir, secretario de los Reyes Católicos, comentaba que con sahumerio de tabaco se quitaba la pesadez de cabeza.

Entre los indios americanos, el tabaco se utilizaba por lo común para fines medicinales o mágico religiosos. Se masticaba o se quemaba para alejar los espíritus mediante el humo. Los aztecas lo usaban, sin embargo, como complemento de una buena comida. Se fumaba en unas pipas de caña, de forma cilíndrica, en las que se colocaba una mezcla de tabaco, carbón de leña y liquidámbar. Pasar la pipa de mano en mano se consideraba signo de elegancia.

Tabaco medicinal

Muchos físicos y farmacéuticos del siglo XVI se encantaron con los eventuales poderes curativos del tabaco, mientras el grueso de la población se maravillaba frente a la suerte de intoxicación que producía su consumo. Hacia finales del siglo XVI ya se había convertido en un complemento sofisticado de la vida social europea, pero también objeto de discusión moral, ya que sus efectos se identificaban con la borrachera. Aterrados con los posibles efectos nocivos sobre la población, el sultán de Turquía y el zar de Rusia dictaron pena de muerte para los fumadores. Luis XIV también prohibió el tabaco en su corte parisina, aunque permitió el reparto de pipas entre sus tropas. A mediados del siglo XVII hubo quien fumaba en misa dentro de las iglesias francesas, lo que incitó la ira del Papa, quien amenazó con excomulgar al cura que no apagase su pipa antes de subir al altar. Otros acontecimientos, sin embargo, contribuían a que el tabaco fuera adquiriendo una connotación positiva entre los contemporáneos. El hecho de que ilustraciones de esta planta aparecieran iluminando el libro de oraciones del príncipe Alberto V de Bavaria y que Jean Nicot, embajador de Francia en Lisboa, le enviara hojas de tabaco a Catalina de Médicis para combatir sus dolores de cabeza, tiene que haber influido en las percepciones positivas frente a este producto americano. Se le atribuían todo tipo de efectos curativos, para males tan variados como los dolores estomacales y el mal francés, que tanto agobió a los conquistadores.

Papa y demografía

La patata o papa, originaria de los altos valles cordilleranos del Perú, fue descubierta por Francisco Pizarro y llevada a Europa por los españoles. En su América natal, las papas constituían parte fundamental de la dieta diaria del mundo altiplánico y su importante valoración mereció que fuese representada en vasijas antropomorfas. Las papas ofrecían multicolores especies, amarillas, azules y rojas y de un tamaño reducido, como las actuales "papas nuevas". También estaba la papa dulce, denominada oca y que se comía cruda, otra de nombre apichu, colorada y amarilla, y el añús, que es amarga. Se ingerían en variadas formas, frescas, en panes, guisadas con quinoa o secas con el nombre de chuño.

Cuando los españoles vieron este producto por primera vez, lo asemejaron a lo ya conocido y es por eso que en las primeras crónicas aparece descrita como una trufa. Esta última, sin embargo, es un tipo de hongo, mientras que la papa pertenece a una familia diferente y bastante amplia, que incluye a plantas tan disímiles como la del tabaco. La papa transformaría a Europa porque pondría fin a las hambrunas periódicas que asolaban a la población. Llegó a convertirse en el producto americano más difundido en el mundo. A pesar de esta historia que culminaría en un éxito rotundo, su incorporación a la dieta europea tampoco fue fácil ni instantánea: En Inglaterra tuvo que luchar contra las inclemencias del clima, ya que estaba acostumbrada al frío del Altiplano, donde incluso echaba flor a cinco grados bajo cero. En Francia, la papa tuvo que luchar contra los prejuicios de los paisanos que pensaban era venenosa. Antoine-Auguste Parmentiere, filósofo francés del siglo XVIII y a quien se le atribuye la invención de las papas fritas, logró interesar al rey Luis XVI para engatusar a los campesinos: hizo sembrar un campo de papas en las afueras de París y lo custodió con soldados. Los campesinos se acercaban a curiosear, y se preguntaban cuál sería este cultivo tan valioso que merecía ser resguardado por guardia real. Cuando la cosecha estuvo lista, y la guardia se había retirado, desaparecieron las patatas en manos de los campesinos como por arte de magia.

Durante el siglo XIX la papa demostró que, a pesar de su humilde aspecto, era un producto del cual dependían las sociedades europeas. Efectivamente, uno de los cambios demográficos más considerables en la historia, proceso que comienza en el siglo XVII, es, de alguna forma, explicado por la aceptación de la papa en la dieta europea. En las sociedades de Europa meridional, donde la papa se aclimató fácilmente, las hambrunas periódicas pudieron aminorarse gracias a ella. Por otra parte, hacia 1845, cuando las papas irlandesas sufrieron por las inclemencias del clima y las pestes tras 17 inviernos seguidos, el desastre asoló a las familias de Irlanda.

Registros de diferente índole nos cuentan que las papas fueron por mucho tiempo consideradas curiosidades ornamentales. En una época que comienza a interesarse en la colección de plantas y artefactos curiosos venidos de tierras lejanas y desconocidas, la flor de la papa tuvo un papel protagónico tanto en los gabinetes de curiosidades como en los jardines de la época. El tubérculo propiamente tal no corrió la misma suerte de la flor y fue ignorada por algún tiempo. Tanto así que a la reina Isabel I de Inglaterra su cocinero le guisó hojas de papa y desperdició el tubérculo.

Hoy en día se puede acceder a cualquier producto gastronómico para cocinar. No obstante, durante mucho tiempo, chocolate, tabaco, paltas, tomates, girasoles y guayabas fueron un recordatorio permanente de la belleza admirable de nuestras tierras americanas.

Con sus variados colores, cautivantes olores y sabores, los productos originarios de América deleitaban en las mesas europeas dejando testimonio de un delicioso aporte del Nuevo Mundo.

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